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La leyenda de James Carson - Capítulo I

Capítulo I

James Carson

Desde la ventana de su habitación en la casa familiar del condado de Down, James Carson se acostumbró desde niño a contemplar los perfiles nebulosos, los cambiantes verdes y azules de Strangford Lough mientras fabulaba mares más lejanos y acentos más exóticos. Su imaginación pronto prefirió los relatos y leyendas de criados y marineros y los juegos entre las ruinas celtas a las exigencias de la educación destinada a los jóvenes de la aristocracia irlandesa.

La severidad de las aulas, la tradición y las expectativas paternas no pesaron en su ánimo con la fuerza de las palabras de Jack Gilligan, el buhonero, una tarde en un pub de Lisburn: “Muchacho, las cosas pueden pintar bien o mal, pero sólo tú eres el dueño de la cara que vas a poner. Nada está escrito”. Mientras se marchaba riendo, lanzó al aire dos dados: “¡Son tuyos, muchacho!”, le dijo.

Carson los miró y comprendió que él también comenzaba a alejarse.

La mañana del 19 de mayo de 1921, las aguas plomizas y densas del puerto de Plymouth despedían al Excelsior. El pasaje, en popa, miraba la ciudad desdibujarse.

En proa, solo, un hombre joven de aspecto enérgico y cordial sonreía. Atrás quedaban caminos ya trazados, una posición envidiable, un apellido.

Muchos no lo entendieron. “Un futuro por la borda”, fue el comentario general.

Mientras sentía el azote del viento salado en la cara, James Carson repasó sus posesiones: lo que sabía, lo que sentía y lo que quería. “Más que suficiente”, pensó, y apretó con fuerza los dados que siempre llevaba consigo.

Nunca regresó.

A su muerte, en 1943, la historia del irlandés que encontró los galeones hundidos de la Compañía de las Indias Orientales y enjoyó a sus hombres con la plata de los tesoros sumergidos, al igual que lo hicieran los antiguos piratas indonesios, circulaba entre los marineros de la costa norte de Java como una leyenda. Se hablaba de un antiguo tatuaje corsario en su brazo derecho y del apodo, PLATADEPALO, con el que le conocieron sus amigos.

Diez años más tarde, una joven de rasgos orientales llegó sin compañía a Strangford Castle. Erguida junto al lago, dejó pasar unos minutos. Luego, desabrochó algo que rodeaba su muñeca, lo acercó lentamente a sus labios y lo lanzó al agua. Los rayos rojizos del atardecer lo hicieron brillar antes de hundirse. “Nada está escrito”, dijo Andrea Carson, y sintió que ese mar también era su mar.

Las pulseras de maderas preciosas, plata y seda fueron durante décadas el distintivo de aquellos que, como Carson y su tripulación, lejos de la seguridad que inmoviliza, aceptaron el desafío de inventar sus propias normas, amaron la aventura porque en ella se reconocían vivos.

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